Fedro San Telmo

 

  


CICLO DE POESÍA

Coordinado por Florencia Walfisch y Ana Lafferranderie

poesia@fedrosantelmo.com.ar
(escribinos para recibir información del Ciclo)

 

 

 

 


Agosto 2006

Gustavo Alvarez Nuñez

EL VERANO SUCULENTO

Vas a extrañar la agitación profana del silencio, Ángeles.

Entre los lamentos y las orlas descosidas de terciopelo,
entre el carmín impoluto de tus viejas costumbres y las luces,
entre los carriles afiebrados y las danzas,
se esconde el fragor insensato
de aquel que profirió sollozos de felicidad.

Una vez hubo una vez.

Tan delicada y sencilla, tan esbelta y altiva,
que parpadean en su recuerdo esquirlas flotantes
–suspendidas exaltaciones de una morada anhelada.

Una vez…

 


LA SEPARACIÓN

Alcanzo a ver a tu mamá,
exultante ella,
desatada y concentrada a la vez,
llevada por el ímpetu de madre
que escribe el futuro de los días.

La veo a tu mamá, Ángeles,
hipnotizada por la velocidad de unas piernas
que se despliegan vertiginosamente
en el rodeo sepulcral de tu aura
de niña hermosa y consentida
sin rubor…

Puedo ver a ella,
tan joven y valiente,
afincada en la plenitud evanescente
de su vida de madre,
ahí, corriéndote a vos.

Subida a una bicicleta con rueditas, vos,
mientras escribís en los bordes
de una imagen recurrente
las hilachas
de un prontuario en perpetua oscilación.

Vos, sujeta al deslizamiento
conmovedor de las rueditas,
estilizando la frescura
de tu belleza insolente;
vos vas rompiendo las últimas cavidades
donde tu madre depositaba
la felicidad estridente de su insolente belleza, Ángeles.

No me resisto a creer
en que hay una explicación que anuncie un por qué,
pero no es la ocasión
para medir el grado de transparencia
que se agita en cada enfoque
donde la madre conduce a la niña
a los jardines del porvenir.

Ella, mamá a ciegas,
no puede con la tentación
de cristalizar el deterioro,
la brecha que comienza a desarrollar
tu belleza acogedora y fulminante,
a años luz de la belleza fulminante y acogedora
que ella va esparciendo
por las calles de Retiro
un domingo de otoño.

Ahora, mirando las diversas monedas
que resaltan el poderío de tu territorio
–la sonrisa hilvanadora,
la crítica chispeante,
la arrolladora sexualidad–,
puedo ver a tu madre llevándote
hacia inconfesables gestos de comunión,
dejándose llevar por tu arremolinada bicicleta
que posaba sobre unas rueditas estelares.

Tu madre, ahí,
arrojada a una persecución vanidosa y fatal,
sosteniendo tu huida hacia delante,

buscándote proteger del fragor
con que algunas situaciones
se dejan llevar por las sorpresas desagradables.

Entonces vos,
una niña motorizada por el tren de las sensaciones
nuevas,
vos ves el avance de la separación,
la vertiente de congeladas
suposiciones que comienzan
a desplegar su materialización.

Casi percibís al instante
cómo la chispa de los rumores
descansa en el broquel de iridiscencia:
hay un repliegue que fomenta
el abuso
de eso que no parecería posible.

Ay, Ángeles,
columpiada al bombeo del asiento
de la bici con rueditas,
ya tan jovencita

sos llevada
ante las puertas de la ley

para impedirte el pasaje
a la felicidad.

Puedo entender el sobrepeso
de esa mochila,
la ostentación inconexa
que busca fagocitar
la elocuente morada de la responsabilidad,
vos, una niñita,
tan dulce
en tu papel de niñita,
desorbitada ante la inclemencia de la precipitación
con la que esa bici con rueditas te guía.

Ángeles, Ángeles, Ángeles,

¿por qué te tocó justo ahí sentir
–en la presión de madre

que empuja a su hija arriba de una bici con rueditas–
el abismo
que empuja tu vida
al continuo pálpito del abandono?

Ella, madre y mujer,
esposa y cornuda,
intenta bañarte de incontinencia infantil,
sobrellevada por su incontinencia
de amargura y desesperación,
ataviada entonces en una caudalosa
marea de efervescencias y espasmos,
ella, tu mamá,
como una esponja que se ve desbordada
por las inflexiones de su debilidad
en arropar distintas y diversas
magnitudes de limpieza y estabilidad.

Ella, madre hay una sola,
se escucha decirte precipitadamente,
contar sin el empacho de la sutileza,

la historia de un final,
el comienzo de una nueva vida:
“Con tu papá es imposible contar”.

Ni números
ni cuentos
ni alternativas.
No los agrega
pero ahí comprenderás
casi para siempre
el valor de una mirada.

“Tu papá me cansó.”

Ella, vos, las rueditas, tu belleza,
el domingo por la tarde, Retiro,
ser madre, ser hija, el abandono,
el divorcio, lo oculto, la suerte,
el cansancio, lo inesperado.

Y vos sólo buscabas aprender a andar en bici,

poblar con novedosos itinerarios
los caminos que te separaban
del hecho de poseer autoridad,
quizá determinación.

Se torna vago, ahora,
terminar de dibujar
el fogonazo
que arrojó el encuentro
de esos ojos.

La moral que resplandecía
en esa constatación (amarga).


LÍOS

¿Podremos,
podré,
alejarme,
alejarnos,
alguna vez,
alguna,
de nosotros,
de mí?

La recurrencia es ausencia,
es desaliento,
es huir de la memoria,
es construir sobre la tarea
maratónica y titánica
que encierra el hecho de escapar.

No hay deseo de recordar
más que el instante
en el que la pérdida
se encargó de montar su territorio.

La felicidad
es saber que la posibilidad
está abierta,
que en cualquier momento
se hará presente
el futuro.

El cuerpo
es un cúmulo de señales
que tiende a nublar
cualquier propósito
de estabilidad y sosiego.

Ni hablar
de los terremotos afectivos,
la oscura facilidad
con que nos distendemos
en los periplos precarios

con que el amor festeja
nuestra valorable independencia.

Entonces,
¿Por qué escribir poesía?
¿Para qué?
¿Me lo podrías decir, Ángeles?
¿Dónde vamos a terminar,
atrincherados en esta terca manía
de correspondernos
con la impaciente atención
de las palabras,
susurros casi evaporados
de una ambición
que se ha vuelto
insuficiente?

Inconsistente red
que tejemos, Ángeles,
pluralizada y sin vacíos,
rodeada la cadena
con lentas desapariciones…

¿Por qué se fagocitan
las instancias de goce
de los poetas
en tiránicas
cadencias suburbanas,
arropadas en el jardín,
las lagunas, los ladrillos,
los árboles, la dictadura gay,
las playas, los diminutivos?

Ay, Ángeles,
estamos perdidos otra vez.

Osvaldo Bossi

.

Alicia Genovese

.

Patricia Suárez

Fue una larga conversación nocturna
en la que salieron a relucir los libros
que habíamos leído en los últimos años;
hablábamos con pasión,
de novelas, aunque
una amante te dejó
y tu alma quedó contrita y lastimada;
fue lo que dijiste, así lo mencionaste:
tu alma.
Ambos acordamos haber leído
que el amor verdadero
es un coupe de foudre
casi siempre desdichado,
que mete a las monjas, por ejemplo,
a rezar en el convento.
Fumábamos en un rincón,
una bodega del puerto de La Habana,
y después iría o iríamos quizá
–eso lo estábamos discutiendo-
a mi habitación en la calle Lamparilla
adonde me pondría una antigua enagua
de una tela llamada interlock
que ya no se fabrica;
de Lezama, convinimos, los vecinos apenas
si guardaban alguna vana memoria,
que había sido un señor
muy gordo
y un poco mariposón:
alguien me lo había comentado
aquella tarde o tal vez lo había leído.

Envié ese mismo día
una tarjeta postal que era un síntoma de soledad
poco más poco menos,
escrita un tiempo atrás en la bahía
de Cienfuegos y en la que había
puesto: Escribo sentada frente al mar
y hace mucho calor. ¿Cómo está
la tía Alicia y su famoso mal
del pecho? ¿Cómo está tío
Eduardo? ¿O se murió? He llega-
do a ese punto de la vida en que los
parientes se mueren sin que me dé de ello
mucha cuenta.
Me vino el recuerdo, mi fiel tarado,
de las cosas que hice días pasados hasta
este momento.
Tuvimos una larga
conversación nocturna y el último
ron acabó por quebrarte y sollozaste
apretándote una servilleta marcada con
el rouge viudo de una vaga turista,
contra los ojos, la nariz y la boca:
había también un redondel
de huevo frito,
el mismo,
por lo que se veía,
que había manchado el mantel.
Y entonces dijiste claramente
que Balzac
dedicó “El médico de provincias”
a su madre y puso así,
encabezando el texto:
a los corazones heridos,
hipeaste,
a los corazones,
sombra y silencio.

De pronto las palabras que estaban en el aire
a punto de desvanecerse se solidificaron
y se guarecieron en las regiones;
hablaban, entonces, las manos;
los muros protegen y los muros limitan:
corresponde a la naturaleza de los muros
su propia caída;
como si hubiéramos sido sordos
o como si hubiéramos sido mudos, los dos.
Estábamos por demás de comunicativos,
no nosotros propiamente, sino el cuerpo:
“Entre gitanos”, dijiste, “no vamos a andar
adivinándonos la suerte”.
En la habitación de al lado alguien cantaba;
no comprendíamos sus palabras:
tal vez fuera algún idioma extranjero;
en nuestra habitación bailaban las sombras,
y cuando las sombras cesaron
pensamos en el instante que vendría luego,
que caería sobre nosotros –un arpón
y un ancla- y yo me pregunté:
¿el próximo instante es el desconocido?,
¿el próximo instante está hecho por mí?
¿o lo hace él? ¿o se hace solo?
Me pareció que pronunciaba
estas palabras en voz alta,
tu piel tan blanca y un lunar negro brillaba
sobre ella como una pupila. Uno de los dos
tendría que levantarse, hablar, fumar,
abrir las cortinas. Pero no queríamos descorrer
las cortinas: detrás de ellas los espectros,
fantasmones, nos acechaban; uno de los dos
pronunció la palabra matrimonio: creíamos
en la conveniencia de complicarnos. La ventana daba
a un patio interno grisáceo y casi miserable,
los sostenes de la mujer de la 415 colgaban;
de otra manera hubiéramos visto el mar.
¿Cómo se llamaba esa playa? Amanecía
y luchábamos:
queríamos tener los ojos sin sueño,
pero no podíamos, no podíamos,
¿quién es acaso el que puede?
Deberíamos, en una hora, hacer, fingir,
una vida normal, mojar la medialuna
que nos servirían, en la taza del café, revolver
con la cucharita luego y no antes de echar el azúcar,
deberíamos estar y estar,
como si se pudiera estar sin pensar nada.

Necesito, dije.
Porque era la palabra que más acudía
a mí en el último tiempo y era
como la luz y la mariposa buscándose,
corriendo el riesgo de la infelicidad perpetua,
perder la compostura; la pasión en un instante
reducida a la acepción de estupidez del espíritu,
estupor de los sentidos; no hablamos de amor,
ya no usamos esa palabra
por incómoda, por ordinaria, por desabrida,
pongo mi mano en tu mano,
el corazón en un vaso,
aprieto tu muñeca,
me desenredo,
escuchás con atención aunque no entendés nada;
hablamos otra lengua,
milpiés mi aliento que no encuentra qué decir
cuando hablo, y cuando callo
estalla en siete pedazos el silencio,
es el de la saliva en la garganta,
el del deseo,
cuánta confusión que se resiste a volverse
un simple recuerdo,
una hojita que vuele al viento;
me devolvés la presión, la caricia,
pero no sé qué es, ya no sé qué es nada
de aquella búsqueda ni de aquella caricia;
viene de la oscuridad y yo estoy hablándole
a la oscuridad,
vos acá y yo allí lejos, alejados,
y hubo un mundo sin embargo
en que la carne era una sola;
tu cariño, digo, termino de una vez,
de una buena vez, siento, digo:
necesito.

 

si de discutir se trataba,
lo hacíamos sobre la trascendencia del arte;
me ponía seria, fruncía mucho los ojos,
-en el fondo pensaba que bien
podían venir mañana los marcianos
y encontrar solo un folleto turístico:
un lago cálido en la helada suecia
y creer que esa era toda
la literatura humana en existencia-;
yo no quería morir
y él quería la fama:
eran dos cosas muy diferentes que no conjugaban;
me gustaba salir con él,
tomábamos cerveza en pubs y bodegones,
él mencionaba autores extranjeros:
walt whitman le servía de ejemplo para casi todo
y yo no sabía a qué se debía
-a veces pensaba que era el único poeta
al que de verdad había leído-;
tenía el síndrome del genio,
vivía entre nubes
y yo entre deudas acumuladas
y facturas vencidas, una hija a mi cargo,
dos matrimonios rotos
y heridas que no cerraban;
pero con él tomaba estas cervezas
-y a veces de la buena, negra e irlandesa-
y me extraviaba mirando su piel, su boca, sus ojos,
preguntándome por qué no nos besábamos a cada rato,
como hacen los chicos,
y qué cosa hacíamos en el bar a fin de cuentas
en lugar de pasárnoslo en la cama;
se precisan de cuatro abrazos diarios para sobrevivir,
según la así llamada terapia de los abrazos,
y nosotros estábamos exangües, pálidos:
no nos dábamos ninguno y no,
no la practicábamos.

La última luz del día,
la mágica,
el rayo verde,
cayó sobre nosotros
mientras estabas distraído,
estábamos en otra cosa,
y creo yo
nos habremos perdido
una bendición, una alegría,
un augurio,
el conocimiento certero
de nuestro futuro,
o tal vez nada perdimos
sino ese momento
en que podríamos
haber mirado esa luz
y no lo hicimos

el perfume de los acacios
me animó,
y el arroyo azul
que en aquel punto
se hacía balneario
aunque no había nadie bañándose,
un chico gordo y blanco
y otro jugaban a la pelota
en la arena
y a veces se metían
hasta el tobillo,
el lecho resbaladizo por el musgo.
me quité los zapatos y corrí
puse los pies en el agua
y me volví a mirarte,
lejos, tranquilo, ensimismado,
con el bebé dormido,
ajenos ambos, extranjeros.

En el final
su cuerpo era todo de aristas,
y lo que no era aristas, era abismos;
me desafiaba,
como una fuerza de la naturaleza;
no había dulzura ni suavidad en las mañanas,
su presencia me volvió fotofóbica;
andaba a los tumbos durante el día,
un muciélago sin orientación,
un ratón huído;
el atardecer me derrumbaba,
caía en la noche como en un precipicio;
soñaba con médanos, con dunas, con arena;
el sol parecía un punto blanco, me angustiaba,
no quería despertar, nunca,
las sábanas eran papeles
sobre los que yo escribía cartas,
un diario íntimo, impresiones,
estupideces con que me consolaba;
anotaba el insomnio o el sonambulismo,
era mi propia paciente,
la ansiedad, la impaciencia por caer
me roía,
caería al fin de cuentas,
casi sin protección alguna,
estaba decidido, o era
fatalismo o la consecuencia lógica
de la pasión, el conocimiento de la carne,
la suya,
en medio del caos, errático, infantil;
cuando me llamaba él no decía mi nombre,
y cuando lo decía,
me empujaba.

Poema de autor elegido

Romance
De Francisco de Quevedo

-¡Parióme adrede mi madre!,
¡ojalá no me pariera!
Aun estaba, cuando me hizo,
de gorja naturaleza.
Dos maravedís de luna
alumbraban a la tierra;
que por ser yo el que nacía
no quiso ser un cuarto fuera.
Nací tarde, porque el sol
tuvo de verme vergüenza,
era una noche templada
entre clara y entre yema.
Un miércoles con un martes
tuvieron grande revuelta,
sobre que ninguno quiso
que en sus términos naciera.
Nací debajo de Libra,
tan inclinado a las pesas,
que todo mi amor le fundo
en las madres vendederas.
Dióme el Léon su cuartana,
dióme el Escorpión su lengua;
Virgo el deseo de hallarle,
y el Carnero su paciencia.
Murieron luego mis padres;
Dios en el Cielo los tenga,
porque no vuelvan acá,
y a engendrar más hijos vuelvan.
Tal ventura desde entonces
me dejaron los planetas,
que puede servir de tinta,
según ha sido de negra,
porque es tan feliz mi suerte,
que no hay cosa mala o buena,
que, aunque la niense de tajo,
de revés no me suceda.
De estériles soy remedio,
pues con mandarme su hacienda
les dará el cielo mil hijos
por quitarme las herencias;
y para que vean los ciegos,
póngame a mí a la vergüenza;
y para que cieguen todos,
llévenme en coche o litera.
Como a imagen de milagros
me llevan por las aldeas,
si quieren sol, abrigado,
y desnudo porque llueva.
Cuando alguno me convida,
no es a banquetes ni fiestas,
sino a los misacantanos
para que yo les ofrezca.
De noche soy parecido
a todos cuantos esperan
para molerlos a palos,
y así, inocente, me pegan.
Aguardan hasta que yo pase,
si ha de caerse una teja;
aciértanme las pedradas,
las curas sólo me yerran.
Si a alguno pido prestado,
me responde tan a secas,
que en vez de prestarme a mí,
me hace prestar la paciencia.
No hay necio que no me hable,
ni vieja que no me quiera,
ni pobre que no me pida,
ni rico que no me ofenda.
No hay camino que no yerre,
ni juego donde no pierda,
ni amigo que no me engañe,
ni enemigo que no tenga.
Agua me falta en el mar,
y la hallo en las tabernas:
que mis contentos y el vino
son aguados dondequiera.
Dejo de tomar oficio
porque sé por cosa cierta,
que en siendo yo caltero,
andarán todos sin piernas.
Si estudiara medicina,
aunque es socorrida ciencia,
porque no curara yo,
no hubiera persona enferma.
Quise casarme estotro año
por sosegar mi conciencia,
y dábanme en dote al diablo
con una mujer muy fea.
Si intentara ser cornudo
por comer de mi cabeza,
según soy de desgraciado,
diera mi mujer en buena.
Siempre fue mi vecindad
mal casados que vocean,
herreros que me desvelan.
Si yo camino con fieltro,
se abraza con fuego la tierra,
y en llevando guardasol,
está ya de Dios que llueva.
Si hablo a alguna mujer
y le digo mil ternezas,
o me pide, o me despide,
que en mí lo picado es roto,
ahorro, cualquier limpieza,
cualquier bostezo es hambre,
cualquier color, vergüenza.
Fuera un hábito en mi pecho
remiendo sin resistencia,
y peor que besamanos
en mí, cualquier encomienda.
Para que no estén en casa
los que nunca salen de ella,
buscarlos yo sólo basta,
pues con eso estarán fuera.
Si alguno quiere morirse
sin ponzoña o pestilencia,
proponga hacerme algún bien
y no vivirá hora y media;
y a tanto vino a llegar
la adversidad de mi estrella,
que me inclinó que adorase
con humildad tu soberbia;
y viendo que mi desgracia
no dio lugar a que fuera,
como otros, tu pretendiente,
vine a ser tu pretenmuela.
Bien sé que apenas soy algo;
más tú, de puro discreta,
viéndome con tantas faltas,
que estoy preñado sospechas.
Aquesto Fabio cantaba
a los balcones y rejas
de Aminta, que aun de olvidarle
le han dicho que no se acuerda.

Tomado de “Romancero”. Folio ed., 1999.

 

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